¿los indios caníbales? Los canichanas vivían a lo largo del río Mamoré, al lado noreste respecto de los moxeños. Según los miembros de esta etnia en la actualidad, su nombre puede derivar de la palabra “caníbal”, ya que en tiempos de los jesuitas y los curas llegaron a ser tildados de antropófagos. El nativo Zenón Espíndola cuenta que eran conocidos por colgar los intestinos de sus enemigos muertos en las ramas de los árboles, e incluso comían a los sobrevivientes de las guerras en sus ritos. Para Montenegro, ello no está demostrado, aparte que el término canichana se pronunciaba inicialmente canisiana. “Se desconoce el origen de la palabra y no se ha podido definir su significado”.
El expedicionario francés Alcides de d’Orbigny los describió como personas altas, de aproximadamente dos metros de altura. Entre los más antiguos, resultó famoso el nombre de Santos Chayana, un canichana que enfrentaba las embestidas de los toros, a los que tomaba de las astas y los tumbaba. “Ellos tenían esa fama: de ser grandes, feos, peleadores, temidos, siempre tuvieron su temperamento y aires de arrogancia con los demás puesto que se sentían superiores. Parece que con el tiempo todos nos hemos achicado”, comenta entre risas Montenegro. Así eran los canichanas que en 1693 acabaron seducidos por la palabra de los emisarios del jesuita Zapata.
Este párroco conocía del aura camorrera que rodeaba a estos indígenas, pero aun así insistió en contactarlos y reducirlos al cristianismo. No obstante, en su diario afirma que nunca fue atacado y más bien gracias a los datos prestados por ellos logró situar río abajo a los cayubabas, a los que más tarde llevaría el mensaje de Dios. Fue el padre Antonio Peñaloza el que habló de caníbales ocaribes o canichanas: “Sorteaban entre ellos para saber a quiénes se comerían, junto al desafortunado también se comían sus hijos. Estas salvajes costumbres fueron echadas al olvido luego de su conversión al cristianismo”.
Fundada la Misión de San Pedro, en el año 1697 por Lorenzo Legarda, ésta fue trasladada en dos oportunidades por inundaciones, epidemias de viruela e incendios, hasta situarse donde hoy radica, tal como establece Rivero: entre la desembocadura del río Tijamuchí en el Mamoré y hasta la confluencia del río Apere con el Cabitú. En su vida con los misioneros, los canichanas abandonaron su vida ceñida a la familia para dar lugar a la creación pueblos y adoptar a la ganadería y la agricultura, sin dejar de lado sus dotes de cazadores, pescadores y recolectores. Unos 2.000 indios impulsaron el arribo de la época de oro con la fundición de sonoras campanas.
Estos artículos fueron repartidos por todo Moxos, por Santa Cruz y hasta por el Perú. La paz reinó en el territorio hasta que los jesuitas fueron obligados por la Corona española a abandonarlo, en 1767. Los ibéricos ya habían copado el sitio, sobre todo Trinidad y Loreto. Montenegro señala entre las causas de la salida de los jesuitas su creciente poderío político y económico; la necesidad de los colonizadores de utilizar brazos esclavos en diferentes industrias, algo a lo que la Compañía de Jesús se oponía por su condición; y la competitiva industria que en las misiones florecía con los padres, los que también habían sido expulsados de Portugal y Francia bajo los mismos alegatos, y España no quedó ajena a todo esto.
Los futuros ingresos huelen a tamarindoLos árboles son benignos con sus frutos en la comarca de San Pedro Nuevo, y ahora también pueden otorgar ingresos económicos a las lugareñas. Una de ellas es Zuleide Vilches, quien aprovecha el tamarindo que florece en el patio de su vivienda. Desde noviembre del año pasado, y tras haber sido capacitada por estudiantes de la Universidad Técnica del Beni, ella elabora conservas con este alimento. El producto es apreciado en la región porque incluso reemplaza el sabor del azúcar. Cada kilo de la mermelada de Vilches cuesta 25 bolivianos, y la mujer habla emocionada al explicar los secretos de la preparación.
Por el momento, ella ha conseguido acomodar su producción sólo entre los de su aldea y en la capital Trinidad. “Solamente somos dos las que hacemos esto, pero no tenemos mercados seguros”. El dinero que ingresa en sus bolsillos es bien recibido para alivianar las cargas económicas de su hogar. En noviembre de 2008 estaban invitadas para comercializar sus productos en una exposición de la casa de estudios superiores de la urbe trinitaria, pero vieron menguado su entusiasmo cuando les informaron que cada caseta debía ser alquilada. “Era mucha plata, por esa razón preferimos seguir vendiendo así nomás, al raleo”.
El tamarindo tiene futuro en San Pedro Nuevo, allí incluso llegan camioneros cruceños que intercambian mercadería por el alimento, lo que se llama “cambalache”. Sin embargo, así como el de Vilches, hay otros proyectos que sufren por la falta de apoyo estatal en la búsqueda de nichos donde acomodar la producción, motivo por el cual muchos se han topado con el abandono a los pocos meses de su creación. “No somos tomadas en cuenta. Por ejemplo hasta ahora nunca vino alguien de la Prefectura o del municipio de San Javier para preguntarnos en qué podemos generar dinero, cómo podemos ayudar a nuestras familias”.
Lo mismo pasa en el campo de las artesanías, especialmente con las mujeres que se dedican a los tejidos de algodón, tela y fibra vegetal. Jackeline Cortez ocupa su tiempo en este rubro, aparte de cumplir con su labor de dirigente. “Éste es un bolso que se hace con un hilo denominado cola de rata”, explica mientras muestra su última creación colorida. Ella es también integrante de una pequeña asociación de hilanderas que se activa cuando llega la fiesta patronal, en junio, y elabora trajes y adornos para la cita. Después cada una trabaja por su lado. En su lista de demandas está que el Gobierno les abra mercados.
Las actividades económicas entre los canichanas son de subsistencia; más todavía tras la elevada inundación del año pasado que destruyó el pasto del ganado y las tierras de la agricultura. El antropólogo Wigberto Rivero Pinto sostiene que esta etnia tiene como principal labor productiva la agricultura, con las siembras de arroz, maíz, frijol, yuca y plátano. “Una parte es destinada al autoconsumo y la otra para la venta a las estancias que rodean sus aldeas”. La caza, la pesca y la recolección son tareas tradicionales complementarias, aparte de la venta de su fuerza de trabajo como peones en las propiedades ganaderas circundantes.
Los planes productivos en San Pedro Nuevo o son olvidados o mueren apenas iniciados por la falta de incentivos de sus impulsores, entre los que se hallan las dependencias estatales y las organizaciones no gubernamentales. Uno de ellos es el proyecto de la cosecha de yuca anunciado con bombos y platillos hace dos años por la comuna de San Javier pero que hasta hoy no es implementado. Cortez manifiesta que han averiguado que éste resulto ser “sobrón” de programas apoyados en otras localidades. “Y por si fuera poco ahora nos salen con que se va a cambiar el objetivo para el plantado de arroz”.
Los predios se hallan listos para el arado, empero, no arriba la maquinaria comprometida por el municipio. Sea yuca o arroz, el plan solamente ha pasado a ser otra promesa incumplida. “Nos dijeron que venían para septiembre y en vano los hemos esperado. Nos aseguraron que todo estaba financiado, pero no sabemos dónde está el dinero. Los tractores tenían que venir a desmontar los terrenos… Al final ya nos hemos dado cuenta, tampoco somos tontos, son mentiras”, critica uno de los sampedreños más respetados, José Notu. Luego el anciano prefiere no hablar más del tema y se sienta en su mecedora.
Para colmo, la tradición ganadera de los canichanas de esta zona también se halla en peligro por la supuesta venta ilegal del ganado y las dos estancias que eran compartidas con los ex representantes eclesiásticos de la iglesia de su villorio. “Son contados los que tienen algunas cabezas, y aparte que los campos resultan anegados por las inundaciones de cada año. Es preocupante el futuro económico de mi pueblo”, resume el indígena Zenón Espíndola. Aunque para Vilches todavía hay esperanzas, sobre todo si éstas tienen el olor de los tamarindos que crecen en su vivienda de San Pedro.
Sin estancias ni ganado Los miembros de esta etnia habitan el municipio de San Javier, entre la desembocadura del río Tijamuchí en el Mamoré y la confluencia del río Apere con el Cabitú. Los recursos naturales de la región son ricos, como en toda la amazonia. La explotación forestal irracional por parte de indígenas y terceros ocasiona problemas ambientales en este ecosistema
La bronca hacia ellos sale a relucir en sus charlas. Cuando uno habla con los canichanas de San Pedro Nuevo, ellos están presentes en sus desaires y amarguras. Ellos visten de color café o blanco. No todos ellos están prohibidos de pisar suelo sampedreño, tal vez porque los indígenas saben que no todos ellos son culpables. Ellos no son vistos como antes, sino que ellos son vistos con recelo y rabia contenida. Ellos son unos cuantos que los han dejado cercados por extraños y casi sin ganado. “Pero si son ellos, los curas nos han traicionado por las tierras”, sentencia Leonor Zabala, ex secretario de Tierras.
Sobre la tenencia de predios agrarios para el sostén económico, el antropólogo Wigberto Rivero Pinto señala que los hacendados que rodean a los miembros de esta etnia han alambrado las propiedades, limitándoles el acceso a su territorio y sobre todo a la tenencia de tierra. “Los canichanas han presentado una demanda de Tierras Comunitarias de Origen con una superficie de 34.180.982 hectáreas, que ha individualizado el área solicitada por comunidad”; esta superficie se sitúa en la segunda sección de las provincias Cercado y Yacuma del Beni y fue aceptada por el Instituto Nacional de Reforma Agraria.
El historiador Orlando Montenegro Melgar manifiesta que la exigencia inicial de esta nación originaria abarcaba 91.128 hectáreas. Y el sampedreño Zenón Espíndola comenta que aún hay conflictos con los ganaderos que los rodean y con los campesinos asentados en la zona. Aparte, los canichanas, para obtener un pedazo de tierra y destinarlo a la producción, lo solicitan a la Subcentral de San Pedro Nuevo, la que otorga el aval para que se lleve a cabo la posesión dentro de la tierra comunitaria de origen. “No se paga impuestos. Si uno pide 100 metros, se los dan, y sólo tiene que alambrarlos y construir ahí su casita”.
Rivero explica que los canichanas habitan el municipio de San Javier, entre la desembocadura del río Tijamuchí en el Mamoré y la confluencia del río Apere con el Cabitú. “Los recursos naturales de la región son ricos, como en toda la amazonia. La explotación forestal irracional por parte de indígenas y terceros ocasiona problemas ambientales en el ecosistema del sector”. Por los bosques de San Pedro Nuevo existen productos madereros, como palomaría, ochoó, tajibo, roble… Y los indígenas tenían un bolsón de reserva de madera para el armado de sus hogares, empero, ya fue carcomido por los aserraderos.
No obstante, gran parte de las reservas forestales, de fauna y de flora que poseen en los alrededores les ha sido vedada desde que ellos vendieron, supuestamente a sus espaldas, estancias y ganado. Como dice Zabala, ellos son los curas. ¿Qué pasó? Montenegro y Espíndola… todos los canichanas entrevistados explican lo sucedido. Resulta que la tradición ganadera de esta cultura tiene su génesis en el desembarque de los jesuitas y la creación de San Pedro, en el año 1697. Entonces, y a pesar de las inundaciones, el poblado fue como un “buen papá”: repartió reses a las comarcas de las misiones católicas.
Así pasó aun cuando los miembros de la Compañía de Jesús los dejaron y asumieron el control de los templos los padres representantes del Vicariato de Moxos, hoy Beni. Sus tierras de pastoreo y su ganado fueron creciendo con los años. Tanto sacerdotes como canichanas tuvieron que ver en esto. Pero al volver de la Guerra del Chaco (1932-1935), los indígenas vieron que su tesoro vacuno había sido despilfarrado y saqueado. Y se comenzó de nuevo. Montenegro dice que se donaron 150 cabezas a la iglesia, y éstas fueron multiplicándose. Había incluso un “partidario” que vigilaba la parte que correspondía a los originarios.
El historiador reseña que un ganadero de la zona compró hectáreas en la zona y las donó a cambio de que el ganado pasara a manos del sacerdote Pedro Chavarría. Los curas no pararon con las ventas de reses; eran los únicos que se beneficiaban con esto. “Hasta que los canichanas se acordaron que el hato igual era suyo, en 1971”. Espíndola recuerda que había unas 15.000 cabezas en la estancia. Y ante el plan de un padre para venderlo todo, los lugareños exigieron “su mitad”. La partición duró un decenio e involucró al Vicariato del Beni y el templo de San Pedro que firmó por los canichanas. Un grave error.
Las transacciones con la carne de los animales continuaron, dentro y fuera del país. Con el tiempo llegaron dos estancias: San Josecito y San Roque, las que eran mal administradas. Y en una jugada que tomó desprevenidos a los sampedreños, el Vicariato del Beni vendió estancias y reses a inicios del siglo XXI; incluyendo la parte indígena, ya que la parroquia de San Pedro depende del Vicariato. Luego, los canichanas instalaron una huelga en la basílica de Trinidad, pero fueron reprimidos por los policías. Perdieron todo; más aún, hoy tienen a extraños en sus alrededores y quedaron sin ganado. “Por confiados”.
Los altos cargos de la Iglesia Católica en la región han archivado el caso. A la par, los canichanas, tras años de reclamo y no conseguir eco en autoridades, han preferido también archivarlo en sus malos recuerdos. “Dios sabrá al fin y al cabo quién tuvo la razón”, señala Zabala. Por todo esto, ellos, los curas, son vistos con desconfianza en San Pedro Nuevo.